martes, 30 de noviembre de 2010

Cuento "imposible".


  Dedicado a mi querida esposa Carmen.

  Un día, mejor dicho, otro viernes por la noche, como cada viernes a la misma hora, en el mismo bareto, quedé con mis amigos para salir a divertirnos (sanamente) un par de horas. Fue entonces cuando me di cuenta de la cruda realidad de la vida, de lo prisioneros que somos de nuestros haceres y nuestro destino:

“Era lunes a las siete de la mañana, cuando el sonido del despertador me alteró mis sueños, me levanté de la cama, me afeité, me aseé. Después de vestirme con un elegante traje de color azul marino, camisa blanca y corbata a juego, me dispuse a desayunar un café con leche rápidamente. Salí a la calle para coger mi coche del garaje particular. Un precioso coche descapotable color negro con asientos de cuero. En la guantera, siempre llevaba música moderna que escuchaba de camino a la oficina. Aparqué mi coche en el aparcamiento reservado para los altos ejecutivos de la empresa. Cogí mi maletín lleno de papeles y, me dirigí a coger el ascensor que me llevó a la planta número cincuenta de ese rascacielos, no sin antes saludar al portero. Era un hombre mayor, a punto de jubilarse, era un tipo simpático, ¡qué lástima! Al llegar a mi lugar de destino, recorrí un largo pasillo, a cuyos lados habían pequeños despachos. El mío tenía vistas a gran parte de la ciudad de Nueva York. Vino mi secretaria a decirme la agenda para ese día: a las nueve horas, desayuno con el jefe; a las diez, reunión con un alto mandatario de la empresa Lotus; a las doce horas, reunión con el director del banco; a las trece horas, comida en casa del jefe, hoy es el cumpleaños de su mujer; y, así seguía hasta las diecinueve horas, hora de irme a mi casa. Cuando llegué a casa, dejé las llaves en la mesita del comedor, me quité la ropa y los zapatos hasta llegar al baño, donde durante más de quince minutos me duché. Mañana, María, la asistenta me cogería la ropa que dejé por el suelo. Después de la ducha con agua no muy caliente, para poder despejarme de tanto estrés acumulado y, tantas sonrisas falsas y forzadas, me puse el pijama de seda y bajé a la cocina, fui a la nevera para coger lo primero que encontré. Me lo comí sentado en el sofá mientras miré la tele. Cuando me entró el sueño, me acosté.
  Hoy es martes, las siete de la mañana, suena el despertador, me levanto, me afeito y me aseo; me visto con un traje de color gris y camisa azul celeste, tomo un café con leche. Me monto en mi descapotable; cojo el ascensor, saludo a los empleados, recorro el largo pasillo, entro en mi despacho, miro por el ventanal; me habla mi secretaria; asisto a reuniones y comidas con altos empresarios; llega la noche, me ducho, ceno, miro el televisor y, me acuesto.
  Mañana será miércoles, a las siete de la mañana sonará el maldito despertador, me levantaré, me afeitaré, me asearé, me vestiré con un traje de color beige y camisa blanca, tomaré un café con leche, como cada día. Cogeré mi descapotable, subiré en el ascensor, saludaré a la gente, andaré por el largo pasillo, miraré por el ventanal y, otra vez la secretaria me dirá todo lo que deberé hacer durante la jornada, es decir, mi vida está programada al minuto. Llegará la noche y me iré a mi casa, me ducharé, cenaré, pondré la televisión y, me iré a dormir.
  Así día tras día, año tras año,…
  Hasta que un día digo: “Bassssstaaaa”.
  Es lunes, suena el maldito despertador a las siete de la mañana, lo cojo y lo estampo contra la pared, me doy media vuelta y duermo dos horas más. Me despierto por el trino de un pájaro que esté en la repisa de la ventana. Me levanto y miro por la ventana, ¡qué día tan bueno, qué sol tan agradable! Me lavo la cara y desayuno cómodamente sentado en el sofá mientras leo la prensa. Salgo a la calle vestido con unos vaqueros azules y un jersey blanco y, me voy paseando hasta llegar al parque que está más allá de las avenidas, me siento en un banco situado al lado de un lago artificial; veo andar una pareja de ancianos álgidos de la mano y, mujeres paseando a sus bebés. Veo ciclistas y gente haciendo footing. Veo patos y pájaros bebiendo de la fuente. Estoy largo tiempo sentado en un banco mirando la vida que me pierdo. Me levanto y voy a pasear a ninguna parte, simplemente observo lo bello y hermoso que es vivir. Tengo hambre y me paro en el primer bar que encuentro a tomar un bocata con una cerveza; sigo mirando lo mucho que me estoy perdiendo. Me voy a andar por las calles mirando anonadado los escaparates y las personas que están a mi alrededor, todas con sus historias y con sus histerias, unas más elegantes, otras más viejas, pero todas viven su vida. Llego a casa, ya de noche, me afeito y me baño. No tengo hambre, ya me ha bastado con todo lo que he visto.

  ¿Hasta cuándo vas a estar atado a las cadenas de la rutina? ¡No eres consciente de lo mucho que te pierdes! Pero, recuerda…el título de esta historia es: cuento “imposible”.

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